Casino y ultramarinos a los pies del Pirineo

En 1892 el poeta simbolista Georges Rodenbach publicaba su libro Bruges la morte (Brujas la muerta), un opúsculo sobre la ciudad flamenca, editado en París e ilustrado con bonitas fotografías de vistas urbanas. Hoy en día consideramos esta obra como uno de los textos más importantes de la literatura simbolista, al haber establecido el tópico de la “ville morte”, ciudades que, a finales del siglo XIX, parecían sumidas en un sueño profundo, muy alejado de la prosperidad de tiempos pasados. La imagen de Brujas como una ciudad tranquila y dormida resulta hoy difícil de creer en una urbe invadida por hordas de turistas deseosos de conocer la ciudad de los canales, el chocolate y las pinturas de los primitivos flamencos. Pero debemos imaginar cómo hace cien años Brujas era una pequeña ciudad que languidecía desde su decadencia a comienzos de la Edad Moderna y revelaba las huellas del esplendor pasado a través de sus monumentos y su arquitectura intacta. El tiempo en ella parecía haberse detenido.

Curiosamente, ciudades que a finales del siglo XVIII fueron consideradas como “villes mortes” —Brujas, Venecia o Toledo en el caso español— hoy en día son hervideros de turistas. Las ciudades muertas de nuestros días son otras, y entiéndase este término sin ninguna connotación despectiva, al contrario, de él se desprende la misma admiración con la que los poetas del simbolismo se enamoraron de ciudades sumidas en un largo letargo.

En el caso aragonés, son varias las ciudades que encarnan este tópico de la “ville morte”, en un territorio esquilmado por la despoblación y por la emigración a otras regiones más prósperas. Me gustaría empezar este recorrido personal por Huesca. No he pretendido escribir un paseo por sus enclaves más turísticos, sino una breve ruta por lugares bien preservados de la Huesca de principios del siglo XX.

Para los zaragozanos Huesca suele ser ciudad de paso y así había sido para mí —como mucho merecedora de una breve parada de camino al Pirineo—, pero hace unos meses, preparando una publicación sobre pintura aragonesa del siglo XIX, encontré fotografías del interior del edificio del Círculo Oscense, motivo suficiente para planear una pequeña escapada.

Es buen lugar para comenzar una visita por la capital altoaragonesa. Ubicado en la céntrica plaza de Navarra, el Círculo Oscense es uno de los mejores ejemplos conservados de casino decimonónico en Aragón, que ha mantenido su uso hasta nuestros días. En el siglo XIX estos espacios no solamente servían para el juego, sino que frecuentemente acogían a asociaciones como los liceos y ateneos, siendo sede de charlas, tertulias, conferencias y también de fiestas y bailes. El edificio, proyectado en 1901, fue diseñado por el arquitecto catalán Ildefonso Bonells, buen conocedor de la estética del modernismo. Las líneas sinuosas, los detalles medievalistas y la decoración floral inundan esta construcción, testimonio de la tímida pujanza con la que la capital altoaragonesa encaró el siglo XX, con sus esperanzas depositadas en las relaciones comerciales con la cercana Francia. La decoración pictórica del edificio fue obra de Pascual Aventín, quien ejecutó unos diseños florales muy estilizados, que demuestran el conocimiento de las novedades artísticas formuladas en las capitales del modernismo europeo: Barcelona, Bruselas, Viena… Los trabajos en madera fueron obra del escultor oscense Francisco Arnal.

Gracias a la colaboración de artistas, el edificio se convirtió en una obra de arte total: arquitectura, pintura y escultura realizadas en el lenguaje más moderno de su tiempo. Estos elementos han llegado hasta nuestros días bien conservados, sin embargo, los pequeños desconchones de las paredes, las viejas sillas thonet o la forma anticuada de la barra de la cafetería en la planta superior nos trasladan de inmediato a la Huesca de los años 50. Todo ello sin una gota de historicismo, el Círculo sencillamente no se modernizó, motivo por el cual hoy podemos visitar intacto un local de ocio como el que frecuentarían nuestros abuelos de jóvenes.

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Detalle de la escalera del Círculo Oscense

Al salir del Círculo Oscense, la Fuente de las Musas llama la atención del viajero. Es un conjunto muy decorativo, al gusto del eclecticismo francés de la Belle Époque. No en vano, las figuras de fundición fueron obra del escultor parisino Antoine Durenne en 1885. De la parte arquitectónica se encargó Federico Villasante. Juntos colaborarían una vez más en la fuente conocida como de la Moreneta en la plaza de la catedral.

Subiendo por los porches de Galicia y atravesando el Coso Alto y Bajo, se alcanza la plaza Luis López Allué, un espacio pintoresco caracterizado por su forma rectangular, sus soportales a modo de plaza mayor y los edificios de cuatro plantas, pintados en tonos claros alternando los blancos, marrones y rosados. El viaje al pasado queda asegurado en sus porches, pues cobijan la tienda de ultramarinos más antigua conservada en España, Ultramarinos La Confianza. Multitud de carteles, cajas de latón y bonitas botellas antiguas llaman la atención de la clientela. El negocio fue fundado por el comerciante de origen francés Hilario Lavalier en 1871. El mimo con el que los antepasados de María Jesús Sanvicente, la actual propietaria del establecimiento, trataron su tienda, ha permitido que el aspecto del negocio haya permanecido inalterado, manteniendo detalles como el llamativo suelo de baldosa hidráulica o las pinturas del techo, ejecutadas por el artista oscense León Abadías. En ellas aparecen magníficas alegorías del comercio y naturalezas muertas modernas, con productos que podrían comprarse en la tienda. Aunque en origen fue una mercería, pronto incluyó productos de alimentación como los que pueden disfrutarse hoy, para el disfrute de los amantes del té, el chocolate o los embutidos locales.

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Interior de Ultramarinos La Confianza

Desde la plaza López Allué, caminando cuesta arriba, se alcanza otra plaza pintoresca, la de la catedral y del ayuntamiento. La catedral gótica merece una visita detenida, pues alberga obras de entidad como el retablo mayor de Damián Forment. Sin embargo, continuando la marcha unos minutos se llega hasta el Museo de Huesca, instalado en la antigua sede de la Universidad Sertoriana, de estilo barroco. Su arquitecto fue Francisco José de Artiga, quien adosó a finales del siglo XVII la nueva construcción al palacio románico de los Reyes de Aragón. La planta del patio dibuja un polígono, con cipreses marcando las esquinas. En el centro, una fuente refresca las tardes calurosas en verano. El patio fue pintado por el artista oscense Félix Lafuente, cuyas vistas de la capital altoaragonesa y sus alrededores reflejan muy bien esa atmósfera silenciosa y tranquila de sus calles. En aquella época el edificio era la sede del Instituto de Segunda Enseñanza, una de las instituciones educativas más importantes en las capitales de provincia españolas.

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Patio del Museo, 1896, Félix Lafuente Tobeñas. Fotografía: Fernando Alvira

Una de las mejores maneras de terminar el paseo es descendiendo el Coso Alto, en cuyo número 28 se encuentra un bellísimo ejemplo de arquitectura de comienzos del siglo XX, con un gran mirador de cristal y hierro pintado de blanco.

A través de las calles que cortan perpendicularmente el Coso hacia la derecha, se sale al parque Miguel Servet. La calle del Parque es un buen ejemplo de vía dormida. En ella las mansiones de comienzos del siglo pasado aparecen tímidamente entre los árboles. Algunas han sido restauradas, otras llevan tiempo cerradas, sometidas al deterioro progresivo que trae consigo el paso del tiempo. Ojalá las futuras generaciones puedan seguir disfrutando de su pausada decadencia, sin lamentar su derribo. Para ello, en ocasiones, “es necesario que todo cambie para que siga igual”.

(Continuará)

Imagen superior: Vista del Círculo Oscense a comienzos del siglo XX.

Guillermo Juberías Gracia

Redactor de la Revista Kalós