A mediados del siglo XIX se produjo en España el auge de la pintura de temática histórica, género fuertemente apoyado por el Estado. Los centros de enseñanza comenzaron a convocar becas y pensiones institucionales para que los alumnos más brillantes pudiesen viajar al extranjero y completar su formación. José Casado del Alisal, pensionado en Roma, envió en 1881 a la Exposición Nacional de Bellas Artes una obra que comenzó a pintar en la década anterior en su taller de San Pietro in Montorio, desde donde dirigía la Academia de Bellas Artes. La leyenda del rey monje ilustraba un acontecimiento de época medieval, temática frecuente en el género pictórico decimonónico. Casado del Alisal situó la escena en los lúgubres sótanos del Palacio Real de Huesca para intensificar el dramatismo que precisaba una narración con un contenido ideológico tan explícito. Ramiro II, enmarcado por un arco ciego de la mazmorra bajo el que se amontonaban una serie de cadáveres, sujetaba a un enorme perro desbocado mientras mostraba a los nobles de la Corte, que bajaban por una escalera al otro lado de la composición, lo que les depararía el futuro si no cesaban sus revueltas y acataban las órdenes del rey. Horrorizados, los nobles contemplaban con temor cómo en el primer plano de la escena el monarca había formado una campana con las cabezas de los rebeldes cuyo badajo lo constituía la cabeza del máximo responsable de la conjura, el arzobispo Pedro de Lucria.
De manera casi teatral y gracias a un artificioso uso de la luz y del realismo subyacente bajo las cabezas degolladas —de las que se dice que pidió prestadas a varios hospitales de Roma— y los cadáveres amontonados, el pintor consiguió transmitir la idea de la justicia y del poder como una alegoría que encajaba perfectamente con la nueva situación política del país, la Restauración borbónica.
La leyenda del rey monje (1880), José Casado del Alisal.
Varias fuentes históricas del siglo XIII, como los Anales Toledanos Primeros o el Fuero General de Navarra, dan testimonio de un suceso violento producido en Huesca entre Ramiro II y sus nobles. Incluso la Primera Crónica General de España, favorecida por Alfonso X en el año 1289, y la crónica árabe Al-Bayan Al-Mugrib, escrita por Ibn Idari en el siglo XIV, narran cómo el monarca ajustició a una serie de nobles que no acataron sus órdenes. Pero fue Pedro IV quien, bajo su mandato, promovió la redacción de una historia de su reinado que nunca llegó a ser concluida. Su prólogo, la Crónica de San Juan de la Peña, terminó de perfilar el macabro relato que, varios siglos después, plasmaría sobre el lienzo José Casado del Alisal y del que se harían eco tanto la literatura como la prensa del siglo XIX. Parece ser que Pedro IV, inspirándose también en relatos legendarios, decidió incorporar la leyenda, popularmente conocida como la Campana de Huesca, como recordatorio de la severidad y la justicia implacable de su dinastía, pues él también fue presa una sublevación nobiliaria.
Crónica de San Juan de la Peña (versión aragonesa).
La crónica relataba cómo Ramiro II, el tercero en la línea sucesoria aragonesa, fue enviado desde joven al monasterio francés de Saint-Pons de Thomières. Allí profesó en la orden benedictina hasta que su hermano Alfonso, que fue nombrado rey tras la muerte del primogénito, requirió su presencia en España. Ya en el país, Ramiro inició la carrera eclesiástica hasta que su hermano falleció sin descendencia, por lo que se vio obligado a tomar el trono aragonés. Navarra, Castilla y el papado rechazaron el papel de Ramiro como nuevo monarca, pero fue peor la posición de los nobles aragoneses que debieran apoyarle en su reinado, pues muchos de ellos consideraban que un monje nunca podría ser un buen rey. Ante la situación, Ramiro II decidió pedir consejo al abad del monasterio en el que había profesado de joven. El prelado, al leer la misiva que le había entregado uno de los mensajeros de su discípulo, se limitó a pasear por el huerto del monasterio mientras iba cortando con un cuchillo las coles que más sobresalían. Cundo terminó, despidió al mensajero y le dijo que contara a su rey cuanto había sucedido.
Ramiro entró en cólera ante la falta de respuesta, pero pronto comprendió lo que el abad quería transmitirle: si el huerto era su reino y las coles sus nobles, debía actuar en consecuencia. Decidió convocar a las Cortes en su palacio con el pretexto de «hacer una enorme campana que se oyera en todo el reino» y, una vez en el lugar, comenzó a cortar las cabezas de los nobles formando con ellas la silueta de una campana en el suelo y colgando una de ellas del techo justo en el centro. Ante la atroz visión de lo que les esperaba, el resto de nobles contrarios al monarca decidieron huir del reino.
El episodio de La Campana de Huesca no es más que un testimonio de los innumerables conflictos que a lo largo de la historia han enfrentado a monarcas y aristócratas. Prueba de ello son las tradiciones griega y romana de un episodio de características similares que precedieron a la crónica medieval. Un gran listado de autores clásicos, de los que destacaremos a Heródoto y Aristóteles en Grecia, y Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso en Roma, hicieron referencia en sus textos a una anécdota con una serie de elementos comunes. Un gobernante solicita consejo, mediante un mensajero, a una persona sabia de mayor estatus. Esta persona, en vez de dar respuesta, se limita a cortar la parte que sobresale de una planta. El mensajero, a su vuelta, da cuenta al gobernante de lo sucedido y este, al comprender el mensaje, actúa en consecuencia.
Comprobamos, así, cómo las leyendas griega, romana y medieval coinciden en hechos, pero no en personajes. Será en Grecia donde Periandro, Tirano de Corinto, pida consejo a Trasíbulo; mientras que en Roma será Sexto, hijo del monarca Tarquinio el Soberbio, quien pida consejo a su propio padre en una confabulación para hacerse con el poder de la ciudad de Gabios. También diferirán en otro tipo de detalles como los escenarios, la planta y el instrumento con el que se cortará. Pero destacará la Crónica de San Juan de la Peña por ser la única que detalle pormenorizadamente el castigo que el monarca infrinja a sus nobles. Por este motivo, fue este el episodio que se eligió durante el siglo XIX en España, tiempo de grandes cambios tanto culturales como políticos, como símbolo del castigo ejemplar frente a la desobediencia.
El Romanticismo trajo aparejado un ambiente cultural lleno de nostalgia por el pasado, de búsqueda de aventuras y de fantasía, donde encajaba muy bien el mito de la campana, aunque no siempre con el contenido político del que dotó Casado del Alisal a su pintura. La violencia del suceso frente a la audacia del monarca suscitaba el componente emocional y a la vez trágico que la sociedad demandaba ya desde comienzos de siglo. Es por ello que vemos cómo a lo largo del siglo XIX se reutilizó la narración en manifestaciones culturales de diversa índole. El mito vio la luz en revistas de prensa durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, entre las que destacó el Seminario Pintoresco Español. Antonio Cánovas del Castillo se inspiraría en las descripciones que allí se dieron, así como en un viaje que realizó a Huesca, para escribir una novela durante sus años de formación que, desde que viera la luz a comienzos de los años cincuenta, se reeditó hasta el año 1997 manteniendo vivo un mito no solo durante el siglo XIX, sino también durante el siglo posterior.
Dentro de la literatura de aventuras destacó, asimismo, una obra de Manuel Fernández y García que trataba el mito de la campana. El teatro también se sumó a la trayectoria de la leyenda, donde destacaron Rey y Monje, de Ángel Guimerá y más tempranamente El rey monje de Antonio García Gutiérrez, obra que inspiró otra representación pictórica sobre el tema previa a la que realizara José Casado del Alisal. Antonio Esquivel recreó, antes de 1850, en un lienzo conservado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla el momento en el que Ramiro II señalaba a los nobles que iban a ser decapitados a manos de un verdugo. Esta composición de carácter absolutamente teatral eligió el momento previo al castigo generando la tensión propia de dramaturgos y literatos, pero carecía del componente ideológico del que se sirvió la pintura de historia posterior. Es cierto que, al margen de cualquier representación pictórica o literaria, el lienzo de Casado del Alisal eliminó todo rastro previo y se impuso como la imagen canónica del suceso gracias a su fuerza expresiva y al verismo que emanaba.
La campana de Huesca (ca. 1850), Antonio M. Esquivel. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
A La leyenda del rey monje, en sus dos versiones más populares durante el siglo XIX—la literaria de Cánovas del Castillo, uno de los mayores artífices del sistema político de la Restauración borbónica, y la pictórica de José Casado del Alisal— se sumó un periódico oscense titulado La campana de Huesca. El diario liberal, también de contenido político explícito, pretendió rememorar la gloria de la patria aragonesa. Pero, además, se fundó también una revista homónima cuyo propósito fue el de recopilar toda la tradición altoaragonesa, desde historia y literatura, a tradiciones y leyendas populares.
Imagen izquierda: La campana de Huesca, Antonio Cánovas del Castillo (ed. 1886).
Imagen derecha: La campana de Huesca (revista oscense).
A comienzos de nuestro siglo C. Laliena afirmó que «el problema central de un mito no es el trasfondo real, sino su propia trayectoria a lo largo del tiempo, el modo en que es utilizado en contextos sociales e ideológicos absolutamente diversos. La leyenda crece y se difunde por su moldeabilidad y su eficacia en la construcción de los imaginarios colectivos; su interés histórico radica precisamente ahí y no en el distorsionado reflejo de un acontecimiento antiguo». En consonancia, podemos dar testimonio de cómo el mito de La Campana de Huesca, inspirado en relatos de la Antigüedad que pretendían ratificar la autoridad del monarca frente a la aristocracia más cercana, durante el siglo XIX sirvió a la sociedad para los propósitos más diversos, desde el mero entretenimiento como novela u obra teatral de aventuras encajando con el espíritu romántico, hasta su elevación como símbolo de una monarquía que retornaba para imponerse en el país. Así, el siglo XIX se constituyó como la etapa fundamental que permitió mantener vivo un mito medieval que bien podría haber vuelto a transformarse, pero que por la crudeza de su desenlace y por el auge y la trascendencia que tuvo, se mantiene vigente en nuestra conciencia tal y como Pedro IV lo imaginó durante su reinado.