La condena del texto – La mala educación

Pedro Almodóvar acaba de estrenar en Cannes su Extraña forma de vida, cortometraje que, apropiándose del wéstern, narra el reencuentro entre dos vaqueros que, luego de 25 años sin verse, redescubren su afecto y deseo por el otro. El escenario es distinto (es el primer western campy del español, que no suele rodar fuera de su país), pero el conflicto de fondo parecer el mismo: el amor entre dos hombres, abyecto y peligroso, motivo de culpa y arrepentimiento, que, sin embargo, florece y le da sentido a quienes lo profesan. El amor entre dos hombres puede ser una excusa para hablar de muchas otras cosas, para interpelar al sistema normativo, revertir los roles de género, hablar sobre la identidad y la pérdida, expresar la disconformidad antes los regímenes del afecto. No viene mal pensar en Butler y la melancolía que identifica en las relaciones no heterosexuales, en las que reina el luto. Amar a otro hombre es amar a quien uno no debería (o no “podría”) amar y, por tanto, es ir en contra de la norma misma, que existe a partir de negar lo homoafectivo, tanto en deseo como en práctica. Recuperar lo no hetero en el amor es particularmente doloroso. 

Son muchas las películas que ha escrito y rodado Almodóvar a partir de este amor de dos hombres (y el posible luto que genera este amor). El estreno de Extraña forma de vida permite que repensemos este concepto en el cine del español, sus alcances y límites, las dudas que suscita y las conversaciones que genera. Si este tipo de amor es por naturaleza trágico -o al menos melancólico- pocos films lo prueban mejor que La mala educación (2004), que está a punto de cumplir veinte años de estreno. Si para hablar de una película es bueno referirse a otra, entonces el valor del romance entre Pedro Pascal e Ethan Hawke reafirma la relevancia de su predecesora espiritual, quizás la película más infravalorada de su realizador. 

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Fotograma de Extraña forma de vida

La mala educación, dolorosa sobre la irreversibilidad del trauma y las heridas de la educación católico-franquista, no tiene un final feliz. Este detalle, que quizás podría pasar desapercibido tras la seguidilla de giros dramáticos en la historia, cobra relevancia si se le piensa en relación con la demás obra de su director: por más melodrama (incluso tragedia) que filme, sus historias acaban con cierta esperanza, incluso, una feliz conclusión. Aquí, sin embargo, sin caer en un excesivo fatalismo, Almodóvar cierra su fábula con un epílogo ciertamente sufrido y abrupto, hecho a caballazo, como si la historia estuviese incompleta, o estuviese condenada a durar para siempre. Tal detalle se hace incluso más relevante si notamos que el film, a partir de sus distintos planos narrativos, inaugura una suerte de etapa de “meta-cine” para el director, que se vería reflejada en el “cine dentro de cine” de filmes como Los abrazos rotos (2008) o Dolor y gloria (2019), así como el “trama, dentro de trama” de los filmes mencionados y de La piel que habito (2011) o Julieta (2015). El cierre del film (y su evidente pesimismo), implican una incuestionable moraleja: el cine, a pesar de su poder expiatorio, no (siempre) es suficiente para lidiar con el peso de la tragedia y, en esos casos, hacer un film, más que una forma de liberación, se torna una nueva forma de condena. 

Veámoslo en detalle. Los abrazos rotos y Dolor y gloria finalizan con el protagonista empezando un rodaje, liberándose del trauma de años a partir de la consagración en la pantalla: contar su historia (y dejarla viva en el cine) implica consuelo y alivio, una forma de refugiarse en la ficción. Irónicamente, mientras que ambos filmes finalizan con el inicio del rodaje, La mala educación acaba en el último día de este: al filmar la última escena, un brote de emociones se desata entre los protagonistas, y los horribles efectos del trauma vuelven a la luz, esta vez para siempre. Así, el cineasta, por más que no se lo dice a la audiencia, parece reconocer (o eso deducimos de su mirada herida) que hacer la película ha hecho más bien que mal, que el dolor que reprimía era mejor que el dolor de la verdad, que ahora no puede sacarse de la cabeza y que nunca podrá hacerlo, dado que está en el celuloide.

En este film, Almodóvar elige, cómo luego sería una constante en su cine, iniciar en la mitad: con los personajes a medio desarrollar y el enigma en cada acción que realizan. Un evento fortuito (aunque casi siempre iniciado por la impotencia de los propios personajes) fuerza el retorno al pasado: la historia se vuelve otra y la audiencia debe prestar especial atención al orden. Enrique Godet, cineasta de éxito, recibe la visita de un viejo amigo: un actor que dice ser “Ignacio, del colegio”. Ignacio, para Enrique, es su primer amor. Su retorno despierta recuerdos que Enrique decidió reprimir: la relación entre ambos, interrumpida por las acciones del Padre Manolo, a quien Ignacio acusa de ser un abusador sexual enamorado de él; la decisión de Ignacio de vengarse de Manolo años después, confesando el abuso en un relato todavía sin publicar; la fijación que tiene Enrique con “Ignacio”, que le lleva a rodar el relato y usar al actor de protagonista. Por supuesto, una serie de revelaciones muestra que “Ignacio” es en realidad su hermano menor, Juan, quien se hace pasar por Ignacio para conseguir el papel. Enrique hace caso omiso a esto y decide seguir rodando. 

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Fotograma de La mala educación

Con este film, Almodóvar parece estar haciendo tres comentarios principales. El primero tiene que ver, por supuesto, con el peso de la ficción (y su relación con lo real). La trama está disgregada en distintos formatos: primero, el presente, que muestra el reencuentro de Enrique e “Ignacio”; segundo, el texto que Ignacio ha escrito, un relato que rememora el abuso que sufrió; el relato lleva al tercer enfoque, que, dentro del propio texto, narra los abusos que sufrió el personaje principal en el colegio, en una suerte de espejo del propio Ignacio. Estos tres enfoques se complementan, en la segunda mitad del film, con la narración de Enrique, fascinado por los secretos que descubre; las revelaciones del propio Manolo y de Juan, cada uno narrando lo que le conviene; y con las cartas que el verdadero Ignacio le escribió a Enrique. El film cierra, a modo de un “basado en hechos reales”, con pequeños textos que narran el futuro de los protagonistas. 

En cada caso, el acto de narración, para cada uno de los personajes, parece doler más de la cuenta, parece un riesgo sin compensación, un sacrificio injustificado. Filmar las historias de abuso implica que Enrique se hace con un trauma que no es el suyo (sino de Ignacio) y, por tanto, debe asumir solo la condena y las consecuencias: quizás eso explique la impulsiva decisión de seducir a Juan, a pesar de saber su secreto: quizás sea la forma en la que Enrique se castigue (sin razón) por no haber salvado a Ignacio; o una forma de recrear su relación con su mejor imitador. El propio Ignacio sufre al escribir su texto, dado que hacerlo es exponerse públicamente al dolor, luego de haber sido educado en el silencio. 

El peso de la narración evidentemente está vinculado al peso de la identidad. En el film, casi todos los personajes pueden llevar más de un nombre: Juan es Ángel, Zahara e “Ignacio”; el Padre Manolo es el señor Berenguer; Enrique Godet es Enrique Serrano. En todo caso, parece que usar dos nombres, para huir del trauma y salvarse de la condena, es un acto fútil, que solo aumenta el devenir tortuoso de los protagonistas. La ficción no es un consuelo para lidiar con el dolor, debido a una evidente paradoja: para que la ficción sea creíble (y merezca reconocimiento), esta debe recrear, con cierta exactitud, el tipo de emociones que los protagonistas quieren evitar.  Mientras más esfuerzo le dedican a sus textos (el film o el cuento), más difícil es desapegarse del trauma, y así va el ciclo. 

El segundo comentario del film, quizás el más evidente, tiene que ver con las secuelas del trauma. La propuesta de Almodóvar se aproxima, con un ojo bastante clínico, a los efectos de la represión y el abuso. Para un director que ha filtrado el abuso desde aristas más “amigables” (pensemos, si no, en cómo se filma el secuestro y el evidente síndrome de Estocolmo en ¡Átame! -1996-), este parece ser un punto de quiebre. Almodóvar juega con nuestra percepción sobre el trauma. Al inicio, pensamos que la represión ha hecho que Ignacio se haga “hombre”, como forma de supervivencia: vemos, luego, que no es así, sino que, dada la drogadicción (como forma de aplacar el dolor) y la ira, Ignacio ha continuado con el ciclo de abuso, tanto contra su perpetrador como contra inocentes, como su familia. Juan, ajeno al trauma, se aprovecha de este para manipular a voluntad, solo para descubrir que él mismo está siendo manipulado (y que la muerte de su hermano le ha dejado una herida imposible de sanar). En la interpretación de Luis Homar, el Padre Manolo es un sujeto atormentado por el peso de su culpa y de su fe, herido de por vida al haber dejado que las pulsiones perversas domen a su espíritu y sus creencias. 

Aquí volvemos al pesimismo del inicio. El film parece decirnos que es inevitable que el trauma sea autodestructivo: que, como pulsión fracturada e inclasificable, fuerce a los que le padecen a actuar con la misma violencia contra otros (inocentes o no). Incluso el propio Enrique, quien parece ser el único sujeto más o menos funcional en el film, se embarca en una perturbadora relación con el hermano de su antiguo amante, quien finge ser él solo para conseguir lo que quiere.

Así cada uno, a pesar de la doble identidad, los juegos de ficción y demás manipulaciones, no pueden hacerles frente a los estragos del abuso y la culpa. Las imágenes del colegio, con un joven Ignacio cantando con voz angelical, se contrastan con el segundo flashback, el de un Ignacio a punto de destruirse a sí mismo. Almodóvar contrapone esta idea del trauma con el florecimiento y pérdida del primer amor: Ignacio y Enrique, enamorados del otro, se tocan en el cine, iniciando un vínculo de afecto que, por culpa del sistema y el abuso, se vuelve apenas un ideal fantasioso. Ignacio le escribe a un Enrique imaginario y Enrique utiliza a otros para traer de vuelta a Ignacio. 

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Gael García Bernal en La mala educación

El tercer comentario del film, quizás el más (o menos) obvio para quien mira con atención los flashbacks, tiene que ver con la dictadura franquista. Almodóvar parece resentir del sistema represor de los años de Franco y su política de represión. Aquí, la represión no es política, sino emocional. Almodóvar lo muestra como un sistema: la estrecha relación entre militarismo, iglesia y estado, entre códigos de silencio, represión violenta y control espiritual y sexual. Este sistema se encarna, casi con escalofriante exactitud, en el Padre Manolo y en su secuaz, otro sacerdote, quien representa la violencia bruta y visible, mientras que Manolo es la violencia invisible (nunca representada en el film), que, por su naturaleza, parece mucho más peligrosa. Cada uno representa un pilar del régimen y su sistema de horror. 

El director manchego no necesita acusar a dedo a los culpables: esos ya lo conocemos. La política de represión sexual es lo que ha relegado a Ignacio a la marginalidad y a una vida en la periferia. Es lo que permitió el ciclo de abusos en el colegio: una serie de códigos morales estrictos, el completo poder del director (y sacerdote), el miedo y la culpa que se manifiestan en una supuesta ira de Dios frente a los pecadores. El colegio, entonces, es tanto analogía como ejemplo de los estragos del franquismo. El director se permite, entre tanto giro y sorpresa, hablar con franqueza sobre el pasado de España, que se acerca a su propio pasado, además: el de un joven gay que fue impedido de explorar sus afectos, siempre controlados por otros. Quizás esta relación personal con la represión es lo que justifica el particular pesimismo del film y de su clímax, y lo que motiva un cierre tan abrupto. 

Almodóvar parece filmar esta historia de manera diferente. Tampoco exageremos: los colores fosforito, los sinuosos atuendos y los decorados se mantienen intactos. Aun así, este film, en contraste con la seguidilla de películas del director, se acerca mucho más al noir y, más que al noir, al thriller: prima el azul y el rojo, en contraste con fondos negros y algunas sombra, lo que le da al color una cierta textura brillante y hasta grumosa; prima una música inquietante y casi en trance, propia de una melodía de Bernard Hermann; los saltos temporales a veces son un poco caóticos, por lo que nos perdemos de una escena a otra. En buena medida, la compulsión del film es evidentemente devota de Hitchcock y compañía, pero con un filtro propio. Esta serie de aproximaciones al thriller (en una puesta en escena mucho más madura y elegante que en anteriores suspensos del realizador) parece haber influenciado, en mayor o menor medida, filmes como Abrazos rotos y Piel que habito

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Extracto cartel La mala educación

Si quisiéramos hacer una suerte de continuo con estas tres películas, llegaríamos a una suerte de “trilogía del cuerpo”, en la que el sexo, como acto transaccional y performativo, cobra protagonismo. El goce de la piel es, además, el acto de poder por definición, la cúspide de la red de secretos (y traumas), que se teje en el film. Por algo Almodóvar filma las escenas de sexo con tanta naturalidad, mostrando más piel que en anteriores producciones, fijando la cámara en el rostro de los protagonistas, dejando que se pierdan en la seducción y el deseo. Quizás es su forma de enfrentarse a la dictadura de los afectos. 

Eso hace que volvamos a Extraña forma de vida, en la que el romance entre dos hombres, y la nostalgia que este acarrea, sugieren que, si abstraemos el concepto lo suficiente, daremos con que, sin importar el género o marco temporal en cuestión, la exploración del afecto abyecto es inevitable. Es finalmente, -y como paradoja- una consecuencia de las normas que controlan nuestros impulsos y que moldean nuestros cuerpos: por más fuertes que parezcan, mantienen fisuras que la pasión y el deseo aprovechan. Y en La mala educación, ni la tragedia ni la dictadura difuminan el sentimiento. A diferencia del film de Godet, este film (y los siguientes) no parecen condenados al sufrimiento.

Imagen superior: Fotograma de La mala educación

Mauricio Jarufe Caballero

Colaborador de Revista Kalós

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