Todo comienza por un rezo. Palabras repetidas con frenesí, cánticos y rimas masculladas en silencio; oraciones constantes que, de tanto repetidas, pierden su significado. El rezo es el único ritual desde tiempos inmemorables que parece mantenerse medianamente intacto: sobrevive a las generaciones, a las reformas y a las riñas internas. El rezo mantiene a la Iglesia viva, y con eso, la fe. Si el rezo es el elemento fundacional en el credo, entonces, ¿qué sucede cuando uno ya no cree en lo que reza? ¿Y qué sucede cuando ese alguien es el supuesto cuidante de la fe, la imagen a seguir?
La idea resulta curiosa, hasta mórbida. Pocas veces se muestra de forma tan clara una contradicción. Un sacerdote que pierde su fe. Un feligrés, el más devoto, que ya no cree más. Por supuesto, ello no sucede de forma inmediata. Es el producto de la duda acumulándose, de los pensamientos vergonzosos, antes tabú, que comienzan a hacerse rutina. El sacrificio ante el deseo carnal, la posibilidad de descendencia y la libertad —elementos fundamentales en cualquier narrativa occidental— parecen, por ratos, una carga inadmisible, un peso innecesario. Aun así, el sacerdote sigue firme en su penitencia, constante en sus sermones y bendiciones, seguro en su posición de pastor y guía. ¿Es eso posible? ¿Cómo resistir frente a esa doble vida, frente a la imposición del mundo terrenal y la presión de lo divino? ¿Acaso vale la pena seguir con la mentira?
Los interrogantes se aglomeran. Que un pastor pueda ser sometido a la duda —y pueda decaer por ella— lo hace cercano a nosotros, igual de falible que el resto, capaz de pecar. No existe, entonces, privilegio alguno que te separe del mal. No hay forma de escapársele. La duda es universal. La idea puede aliviarnos, darnos algún tipo de ánimos, pero, por obvias razones, también nos deprime.
Ingmar Bergman y Paul Schrader saben bien lo que implica la duda. Cada uno a su propia manera parece reconocer cómo la crisis de fe carcome a quien cree, o al menos, a quien intenta creer.
Bergman, hijo de un pastor local, vivió rodeado de simbología religiosa desde la infancia y, a su modo, parece ser hijo de la duda misma: el pastor Bergman tuvo que confrontar el rechazo público —y la crisis moral— al casarse con una rica baronesa. No es coincidencia, además, que su cine priorice la culpa como emoción principal en sus personajes, una culpa marcada por los daños morales, sumada a una exigente duda existencialista. Pensemos en la marcha fúnebre que asume Antonius Block, caballero acosado por la mismísima muerte en El Séptimo Sello (1957) o en el hombre agonizante que recuerda amargamente su pasado en Fresas Salvajes (1957).
Paul Schrader está en una situación similar. Criado bajo estrictos valores cristianos, el estadounidense ha sabido utilizar el cine como medio para expiar la culpa, como forma de redimirse frente a sus propios demonios, presentes en el vicio y la depresión. Schrader ya había explorado la relación entre hombre y pecado en otras producciones, en especial, en las historias escritas para Scorsese. Pensemos en la eminente alegoría al catolicismo pre-Concilio Vaticano II existente en Taxi Driver (1976), en la que Travis Bickle, el taxista y ex veterano, quiere castigar moralmente a todos los que se desvían de su propio código, y que busca la redención a través del sacrificio, en una especie de calvario que solo puede ser equiparable al sacrificio de Cristo. De igual forma, en Toro Salvaje (1980), Schrader adapta la historia de Jake LaMotta, boxeador criado bajo estrictos valores católicos, quien se hunde en su propia ira y se enfrenta a los castigos morales que esta le trae.
No sorprende, de arranque, las similitudes entre sus filmes: Los comulgantes (1963), film subvalorado en la filmografía de Bergman y El reverendo (2017), film que le devolvió el prestigio a su realizador. No queda duda de que, más que un simple acto de inspiración, podemos decir que Schrader necesitaba de Bergman. Necesitaba emular la misma atmósfera de melancolía y desazón a las que se enfrentó Gunnar Björnstrand al asumir la sotana. La idea es sencilla, pero a la vez demoledora: un sacerdote está a punto de perder su fe. El contexto es propicio para ello. La gente ya no asiste a los sermones. El mundo allá afuera ha cambiado radicalmente y se encuentra en decadencia. La disrupción la marca la aparición de una mujer: una mujer inocente que despierta la ternura y el placer carnal en el protagonista, emociones que no deberían unirse. Así, angustia. El pastor Ericsson de Suecia y el reverendo Toller de EEUU se enfrentan a los mismos dilemas. La audiencia también.
I. El lamento
La temática central de ambas producciones, como hemos visto antes, depende del arrepentimiento. El pastor Toller se arrepiente de no haber liderado bien su iglesia y haber dejado que esta haya sido engullida por una franquicia de iglesias evangélicas. Se arrepiente, además, de no haber asesorado bien al esposo de Mary, mujer embarazada que despierta su atención. Cuando el esposo muere, aumenta la tragedia. El pastor Ericsson, a su vez, se arrepiente de haber perdido la inspiración y de continuar su rutina casi sin motivaciones, casi como un castigo. También se arrepiente de sus sentimientos por Marta, su ex amante, quien a su vez lidia con una crisis de creencia y una complicada situación con Jonas, feligrés local, preso de una especie de enfermedad que lo lleva a la locura. Ambos filmes, entonces, lidian con el arrepentimiento de sus protagonistas casi como leitmotiv. Este lamento, a pesar de los esfuerzos por disimularlo, se hace visible ante la imagen. De esa forma, ambos pastores parecen llevarlo en el rostro, la marcha cabizbaja, el dolor.
Veamos la primera toma de Los comulgantes. Aquí, la idea es sencilla. Plano general de la zona aledaña a la Iglesia, para entender a Ericsson desde su contexto. En un primer nivel, el pastor y Marta, uno siguiendo al otro con duda, como si los estuviesen observando a lo lejos. Se ve la mirada contrariada del Ericsson. La iglesia se queda atrás, casi como una postal en el fondo, reconociendo, entonces, la crisis de fe del protagonista. La inmensidad del segundo nivel—los páramos, los árboles enormes y la iglesia abandonada— dan la sensación de soledad y extrañeza, como consecuencia del lamento. Parece como si el mundo de afuera ya no fuese reconocido por Ericsson.
Comparémosla con la escena de El reverendo. El lado de la toma cambia, pero el enfoque sigue siendo el mismo. Toller expone la mirada perdida, como inquiriendo a la audiencia, exigiéndonos respuestas. El fondo es parecido: un panorama antes conocido, pero ahora lejano. El muelle está en ruinas. La imagen demuestra la degradación del mundo contemporáneo, la decadencia de la naturaleza, el control del hombre y sus estragos. Lo que prima en la hierba mala y el bote anclada es la desesperación. El clima crepuscular da la misma sensación. Toller lamenta desconocer el mundo moderno. La mirada de Toller igual se vuelve expectante, esperando una salvación.
II. El uso público de la fe
Ya lo adelantó Immanuel Kant: para la razón, existe el uso público —el que utilizamos socialmente, con el somos abiertamente críticos— y el uso privado —el que guardamos para nosotros— y cada uno confluye con el otro en sociedad. Según Kant, en trabajos de suma importancia y con cierto dogma pertinente, no conviene hacer el uso público de razón y ser demasiados críticos con la labor en sí misma. Nos propone un ejemplo bastante ilustrativo: el sacerdote que no puede cuestionar la existencia de Dios públicamente, pudiendo arriesgar todo su trabajo. En Los comulgantes sucede lo mismo. Esta escena, como otras en el film de Bergman, tiene un encuadre necesariamente pictórico, con un trabajo de perspectiva bastante cuidadoso detrás. Plano medio, de forzada simetría, que refuerza la sensación de entrampamiento del protagonista, siempre en el centro de la acción, sin chance de liberación. La mirada de Ericsson, forzando la formalidad, intentando guardar la compostura, esconde la carga de su culpa de forma evidente. En este caso, se le filma de espaldas al público: parece que teme defraudarlos o que simplemente ya no puede seguir representándolos, no puede seguir siendo su guía. De todas formas, el uso público de la fe es su prioridad, incluso cuando duda. Los pocos fieles a su alrededor se lo exigen en silencio, simplemente al seguir con el ritual. Ericsson demuestra la presión. Los ojos, casi cerrados. La cabeza gacha. El pastor quiere ser fiel a su rutina, actuar en automático, seguir con un ritual que, por la repetición, puede ser hecho sin dificultades mientras internamente lo sigue cuestionando.
Ahora, Toller en El reverendo. La concepción de la escena es similar. Otro sacerdote ejerciendo su uso público de la fe. Sigue siendo un plano miedo, con el protagonista enfocado en el centro. A diferencia de Los Comulgantes, este pastor tiene la vista fija en el público. Es más joven, quizás un poco más seguro de sí mismo, o al menos no tan exhausto. Aun así, su presencia denota temor. Da el sermón desde una esquina, con la mirada contrariada, casi en inflexión, esperando la respuesta de su público, si es que eso fuese posible. Trata de mantener las formas en cada detalle. Notemos el excesivo cuidado que le pone Toller a todo, incluyendo su vestimenta. La sotana, lisa y adecuada. Los decorativos adicionales, en su traje, estrechos y firmes. El cabello, bien peinado. ¿Qué tan doloroso debe ser para Toller tener que realizar ese ritual de apariencia cada mañana? El uso público es responsabilidad: saber que la comunidad —y su fe—dependen de uno mismo. El uso público también implica una performance exigente, casi permanente; no se puede abandonar el guion. Toller, desde la vestimenta hasta la voz, desde su actitud afable hasta las palabras que recita, mantiene el guion casi intacto. Esta escena, si bien no climática, es clave para entender el desarrollo del reverendo.
III. La soledad
El dilema de estos personajes no es expresado por palabras. Ya sea la vergüenza, o hasta el tabú, los personajes refieren vivir el pesar en silencio, casi como un castigo otorgado por ellos mismos. ¿Cómo admitir ante algún confidente la inminente falta de fe, la relación con un posible crimen a punto de ser cometido, o hasta el deseo por una mujer? Ambos sacerdotes deben quedarse solos con sus pensamientos: Ericsson los ahoga en diálogos internos, Toller escribe un diario que pronto romperá. En Los comulgantes, sin embargo, la soledad también se ve en Marta. Luce igual de perdida que su amado. Bergman filma casi sin luz, con apenas una ventana. Utiliza las sombras para generar inquietud en la audiencia, todavía en incertidumbre. La casa, enorme frente a Marta, se mantiene en un tenebroso silencio, que implica desesperación. Los espacios, como las oportunidades de Marta, se estrechan. Ella se mantiene cabizbaja: no hay mirada a la audiencia, no hay pedido de auxilio.
Schrader filma igual: sombras que alteran la imagen, una sola luz —de vela, como en un altar—, una imagen igual de silenciosa. Nuevamente, una pose gacha, derrotada e incluso inocente, como un niño que duda. Apenas se distingue a Toller en la toma: otra vez, la oscuridad es un elemento visualmente intrigante: por un lado, apela a la soledad del protagonista, por otro lado, nos remite a un ritual religioso, quizás un ritual de penitencia. Está totalmente solo, abstraído. Buscando algún valor.
IV. El pecado
Llegamos naturalmente a la culpa. La culpa que, en este caso, parece estrechamente enlazada a actos rebeldes contra la institución, el desacato frente a la autoridad y, sobre todo, el placer carnal. Es el pecado. La relación con una mujer casada, luego viuda, parece contradictorio. Marta y Mary son las únicas personas que los entienden, que les hacen sentir vivos, pero, a la vez, aumentan su tristeza: cada uno, sea por acciones propias o pensamientos nocivos, se termina responsabilizando por su viudez y dolor. La culpa les fuerza a buscarlas, como forma de expiarse, sintiendo tacto, cercanía.
Esta escena es bastante reveladora. Marta llora, se deja llevar por su dolor. Ericsson no puede hacerlo: debe permanecer estoico, calmado. La observa queriendo ofrecerle guía —como supuestamente es su labor—, pero no puede hacerlo. Es víctima y espectador. Sufren. Así, de cuclillas, en penitencia, se reconoce poco más que un feligrés cualquiera, buscando guía.
En El reverendo sucede algo parecido. Mary se permite sufrir. Puede sentarse y afligir el rostro. Toller se mantiene de pie, con el rostro fuera de toma, buscando ser el soporte del que él mismo carece. No se atreve a estar ceca de ella, no puede reconfortarla de forma física. Mira a lo lejos, busca respuestas a su alrededor. Sigue con Biblia en mano, a medio abrir. No puede enfrentarse a la culpa.
Tiene sentido que ambos filmes utilicen la figura femenina como alegoría del pecado y la humanidad. En primer lugar, porque, desde los inicios de la tradición bíblica —el Génesis, ni menos—, la religión ya la ha usado: a fin de cuentas, fue Eva quien inició la condena de la humanidad a través del fruto prohibido. En segundo lugar, porque la figura de la mujer parece representar la misma contradicción fundacional visible en los sacerdotes. Las mujeres son santidad y pecado, vírgenes y mujeres fatales, humanidad, tanto desde el lado inocente como desenfrenado. Este tipo de imposiciones patriarcales parecen escenificarse activamente en el film: mujeres en sumisión, lidiando con la tragedia del esposo, buscando refugiarse en alguien incluso más dañado que ellas. Irónicamente, la relación simbiótica que crece entre ambos personajes sugiere una coexistencia útil.
Las visitas de Marta son la única conexión de Ericsson con el mundo exterior, la única forma de recordar por qué decidió asumir el cargo en primer lugar. El dolor de Marta, inocente y crónico, es igual al de cualquier desamparado, aquellos que Ericsson ha jurado cuidar. La interpretación de Ingrid Thulin, melodramática cuando debe, permite recordarle al pastor que la tragedia es algo posible, algo humano, y que él puede ser parte de ella si eso es lo que quiere.
El caso de Mary sigue el mismo patrón. Mary, como la viuda de un activista político radical, le recuerda a Toller lo horrible del mundo secular, pero a la vez su belleza, lo puro de las buenas intenciones. La relación de Toller con Mary, entonces, parece reforzarse por una inusual conexión espiritual. Recordemos la escena en la que Schrader decide ponerse onírico: Toller y Mary, pecho a pecho, aferrados, como la única esperanza posible, se embarcan en una especie de viaje metafísico. Filmada con absoluta delicadeza, la escena parece decirlo todo: somos capaces de sentir la piel erizada del pastor, su respiración entrecortada, su corazón palpitando sin ritmo. Es por Mary.
V. La redención
La sensación de extrañeza de ambos personajes se hace más firme conforme se acerca el clímax. Queda claro que los sacerdotes son personas ajenas a su tiempo. Toller no entiende el mundo capitalista y depredador en el que vive. Intenta mantenerse neutral, separar la fe de la religión, pero falla. Asume una posición de rechazo, una versión politizada de su creencia, la cual solo parece aumentar su decepción. Ericsson, a su vez, no entiende el mundo impropio e individual allá afuera. Las personas parecen mundos apartes, imposibles de decodificar o predecir, capaz de hacerle daño o, al menos, de ser dañados por él. Ambos ven crecer la desazón con su entorno. Son sumidos al torbellino de culpa, rechazo y lamento. Por momentos, parece que van a ceder ante la carga.
Sin embargo, ambos parecen subsistir. Con la culpa, al parecer, viene la redención. La oportunidad.
En el caso de Ericsson, lo vemos reflejado en su cercanía a la imagen de Cristo, como un hijo pródigo que regresa ante su padre en busca de respuestas. Humanidad y divinidad enlazadas. Bergman no nos dice que la fe retorne, solo que, a ratos, el acercamiento es necesario e incluso genuino.
Para Toller, las cosas son aún más riesgosas. Preparado para asumir un acto fatal, encuentra, por una vez, una razón para vivir. Ya no se trata de una razón abstracta y lejana, sino el amor, imperfecto, sincero. Esta mirada de Toller, sorpresiva, necesitada, se gana a la audiencia. Redimirse cuesta.
Al final, la relación simbiótica entre ambos filmes es memorable, no solo a nivel visual, sino también por su influencia. El reverendo necesita reflejarse en Los comulgantes para asegurarse estar en el camino correcto. Aun así, parece distanciarse de su inspiración al ser mucho más visceral y violenta. Los comulgantes, a su vez, se beneficia de esta reescritura para volver a ser valorada. En un mito fundacional como la crisis de fe, se permite una discusión clave y relevante.